Sor Pierina Becera, PDDM
No tengo ni oro ni plata, pero lo que tengo lo doy: la alegría de haber experimentado el amor misericordioso de Dios.
Mi vocación nació a muy temprana edad. Cumplía los 14 años al día siguiente de mi ingreso en la Congregación de las Pías Discípulas del Divino Maestro. Nunca había pensado en ser religiosa. Me encantaba la familia y, aún adolescente, pensaba en formar mi propia familia.
Llegó la ocasión: una de mis hermanas iba a tomar el hábito en mi misma Congregación el veinticinco de marzo de 1962. Esa celebración eucarística me cautivó tanto que, saliendo de la celebración y encontrándome con una aspirante de mi pueblo, le pregunté si me podía quedar allí. Con sorpresa para mi hermana, me quedé. Sentía que no importaba el trabajo que tuviese que hacer.
¡Qué belleza la adoración eucarística cotidiana, especialmente la nocturna! También las aspirantes realizábamos este apostolado. Ya desde entonces nos inculcaban el valor apostólico de la adoración como misión.
La hermana Pierina en la casa de las Pías Discipulas en Mardid
Madre Escolástica Rivata, cofundadora de las Pías Discípulas con Beato Santiago Alberione, fundador y primer maestro de la Familia Paulina
La jornada se desarrollaba entre oración, apostolado, estudio y recreo.
Después de algunos años en México, me propusieron ir a Roma para seguir la formación. ¡Qué alegría!: pensar que iba a ver al Fundador, al Papa y muchas cosas más. Roma la considero todavía mi segunda patria. Estuve muy contenta trabajando, orando y compartiendo mi vida en comunidades multiculturales durante 29 años.
En 1994 me propusieron una nueva misión: Venezuela. ¡Qué desapego tan grande… dejar Roma! Pero hice una nueva experiencia, nueva cultura, gente cercana… Quizás por eso siento en el alma el dolor de este pueblo que amo.
Después de dieciocho años en Venezuela, otro rumbo: Dios sorprende siempre… deja tu tierra y vete dónde yo te indicaré: ¡Regresar a Europa, a «la Madre Patria!», España.
No tengo ni oro ni plata, pero lo que tengo lo doy: la alegría de haber experimentado el amor misericordioso de Dios.
Infinita dignidad humana (en diez preguntas y respuestas)
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