La oración en tiempos

de pandemia

Antonio Lara Polonia, Párroco de San Pedro Apóstol (Mengíbar, Jaén)

En esta desescalada progresiva, pasando por cada una de las fases y ya en la «nueva normalidad», se está produciendo un fenómeno pastoral, que merece una reflexión por parte de todos, de pastores y de fieles.

Durante el tiempo de confinamiento, nos hemos dado cuenta de que somos una parte muy pequeña del universo y de que estamos expuestos a fuerzas que nos vienen de fuera, que han sido capaces de condicionar poderosamente nuestros comportamientos y también nuestra vivencia de la fe. La vida nos ha cambiado en muy poco tiempo y no está siendo nada fácil.

En aquellos primeros días de marzo, nos iban llegando las noticias contradictorias. La pandemia avanzaba, nos iba invadiendo… Y fue entonces, a partir del día 13, cuando muchos tomábamos la decisión de cerrar las puertas, de confinarnos. Tres largos meses, coincidentes con el tiempo de preparación –la Cuaresma (40 días)– y con todo el tiempo de Pascua (50 días). Los noventa días que forman el núcleo de todo el año litúrgico.

Desde el primer momento, vino a nuestra mente el evangelio del Miércoles de Ceniza, cuando, unos días antes, el 26 de febrero, Jesús volvía a decirnos: «Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo recompensará» (Mt 6,6). El texto había anticipado que «no hace falta que seáis vistos por la gente…» (cf Mt 6,1). Y fue entonces cuando la gran mayoría decidimos vivir el confinamiento como una oportunidad para ejercitarnos en el recogimiento, para «vivir el silencio», sencillamente desde la Cuaresma, que acababa de comenzar, como un tiempo «de preparación» para la Pascua, que este año íbamos a vivir de manera insólita.

La gran mayoría de los presbíteros no vimos la necesidad de salir por los medios, ni enviamos enlaces para seguir las misas por streaming, en directo vía web, o retransmitiendo por Facebook, ni tampoco tuvimos la cámara del móvil detrás. Sencillamente celebramos en casa o en el templo, uniéndonos a la oración de toda la Iglesia. Ha habido momentos muy duros, como los vividos en los responsos en la puerta del cementerio, especialmente con motivo de los fallecidos por el coronavirus.

Durante este tiempo de pandemia, hemos mantenido conversaciones sobre todo tipo de actuaciones, e incluso nos han llegado algunas respuestas que nos han hecho pensar, y que seguro que alguna vez hemos escuchado. Algunos han llegado a decir que «lo que no se ve, no existe», o «lo que no sale en los medios, no existe», y eso no es cierto. Porque durante el confinamiento la Iglesia de Jesucristo se ha ido haciendo presente, si cabe, más viva que nunca, en la oración, recordando a la Iglesia de las primeras comunidades cristianas, que vivió en circunstancias muy adversas. Es verdad que la atención pastoral se ha visto alterada sustancialmente, pero no hemos dejado de estar en relación, por medio del envío de materiales, a través de los medios, para vivir en profundidad los días más importantes del año. Las catequesis han continuado a través de las conexiones on line, y lo mismo las actividades de los demás grupos. Seguro que hemos cometido errores, como humanos, bajo la presión del miedo, a veces, sin saber qué hacer y hasta dónde llegar…

Y, desde el pasado 11 de mayo, los fieles cristianos se han ido incorporando progresivamente a las iglesias, con las medidas sanitarias oportunas –aforo limitado, gel hidroalcohólico, mascarilla y distancia mínima de 1,5 metros–, cuidando especialmente el momento de la distribución de la comunión. Y en esta desescalada progresiva, pasando por cada una de las fases y ya en la «nueva normalidad», se está produciendo un fenómeno pastoral, que merece una reflexión por parte de todos, de pastores y de fieles, y que quizás haya sido fruto del largo periodo de confinamiento. Se trata de la poca asistencia de los fieles a la misa dominical. Y es entonces cuando nos surge un bombardeo de preguntas: ¿Dónde está la asamblea del día del Señor? ¿Será porque hemos sido, durante demasiado tiempo, espectadores pasivos y mirando la pantalla? ¿O será por la dispensa del precepto? El miedo no creo que sea la causa, cuando estamos saliendo para todo. Y, sin embargo, bastantes fieles continúan conformándose con las misas a través de las redes sociales, convirtiéndose en fieles telemáticos. E incluso, lo que nunca debería hacerse, con la grabación de la celebración «en diferido», como si estuviéramos ante una película.

Y continúan los interrogantes: ¿Por qué seguimos necesitando las retransmisiones? ¿Es suficiente con «oír» misa por la radio?; ¿es suficiente «mirar» la misa por la televisión o la cámara?; ¿es suficiente conectarse con el Santísimo Expuesto a través de las redes sociales? Pensaba que algunas de estas expresiones como «oír misa» ya habían desaparecido. ¿Por qué seguimos retransmitiendo la Eucaristía por Facebook, desde nuestras iglesias, cuando ya las tenemos abiertas? ¿Qué ha creado en nosotros este despliegue mediático? Pensamos que no ha sido por un afán de protagonismo… Entonces, ¿qué ha pasado? Porque, por otro lado, sabemos que ha hecho mucho bien, especialmente en los días grandes de la Semana Santa… No hemos de olvidar que las misas por televisión, a partir de ahora, son para aquellas personas verdaderamente enfermas, en riesgo e impedidas. A no ser que haya que retransmitirlas, en un momento puntual y festivo, por falta de aforo.

Ha habido momentos muy duros, como los vividos en los responsos en la puerta del cementerio, especialmente con motivo de los fallecidos por el coronavirus.

El papa Francisco hizo muy bien en despedirse de la retransmisión de la Misa desde Santa Marta, una vez que se abrieron los templos… Y la razón es muy clara: la Eucaristía fue instituida por Cristo para «celebrarla» y el sujeto de la celebración es la asamblea reunida, que eso es lo que significa la palabra «iglesia» (ekklesía). Una asamblea que se «encuentra», que reclama una presencia «personal» y «física», en un lugar concreto, hic et nunc («aquí y ahora»). Que ya no necesita sacrificar su presencia, más de lo que lo ha hecho durante todo el tiempo del confinamiento. La Eucaristía es banquete, «comida» y «bebida» de salvación.

Nos queda un largo trabajo para reconstruir nuestra vida pastoral. Arrancar de nuevo no va a ser fácil, cuando estamos haciendo de un momento puntual y temporal una costumbre. A ello podríamos añadir si el cristiano siente la necesidad de comulgar el Cuerpo del Señor… Debemos seguir inculcando el sentido del domingo, la «participación» (plena, consciente, activa, por el canto, la aclamación, el silencio…) en la Eucaristía dominical. Y surge otra serie de preguntas: ¿será por la dispensa del precepto? ¿No viene la gente a misa porque ya no se incurre en una falta grave? También debemos trabajar el sentido pedagógico y esencial del propio precepto, que está puesto por la Iglesia para señalar que «sin la Eucaristía del domingo no se puede vivir», como argumentaban los primeros mártires cristianos de Abitinia (s. IV).

Después de más de cien días vividos, ahora es muy buena ocasión para hacer, cada uno, un examen de conciencia personal, del tiempo pasado y del actual. De ahora en adelante, ¿deberá ser igual nuestra vida? ¿nos ha cambiado? La Pascua 2020 quedará grabada en nuestro corazón, como lo está en el Corazón de Dios, que nunca nos abandona.