¿Qué música utilizamos para la celebración?
Antonio Alcalde Fernández«Cantad la misa», es decir, aquello que pertenece por esencia a la misa: los cantos del Ordinario que son los que se constituyen como un memorial de la comunidad cristiana. Esto nos lleva a dar un paso decisivo en la música para la misa: lograr dar el paso de una liturgia con cantos a una liturgia cantada, de una liturgia con cantos periféricos a la celebración de una liturgia con sus cantos nucleares.
Cuando a san Pío X, siendo canónigo en Treviso, le preguntaron: «¿Qué cantamos en la misa?», su respuesta fue decisiva, emblemática y sugerente: «Cantad la misa», es decir, aquello que pertenece por esencia a la misa: los cantos del Ordinario que son los que se constituyen como un memorial de la comunidad cristiana. Esto nos lleva a dar un paso decisivo en la música para la misa: lograr dar el paso de una liturgia con cantos a una liturgia cantada, de una liturgia con cantos periféricos a la celebración de una liturgia con sus cantos nucleares.
La música de la celebración es el símbolo de lo que se está celebrando. Su música, ya no es de por sí arte en el sentido actual de la expresión, sino música ritual al servicio del texto. La calidad musical del canto de un prefacio o de las respuestas de la asamblea, del Señor ten piedad, Santo, Gloria o Cordero de Dios no se han de medir según las normas de una estética puramente musical, sino a partir de lo que es un prefacio, una aclamación o un canto del Ordinario. Por otro lado, el canto nos va a dar la clave de la celebración, si cantamos en clave individual o comunitaria, personalista o de asamblea que celebra, en clave de «sentir» con la Iglesia o en clave de «mi iglesia» o grupo al que pertenezco, en clave de amenizar o en clave de participar.
El canto será uno de los principales indicativos de la eclesiología en que nos situamos. El canto de la asamblea reunida es reflejo de la vida de la asamblea, fruto de la variedad de la misma. El fenómeno actual del canto de las asambleas «es producto de la variedad de las asambleas celebrantes, o por lo menos, de quienes las animan». «Dime lo que cantas y te diré lo que crees» es el título de un libro de M. Scouarnec; y parafraseando el título del libro podemos decir: «Dime cómo canta tu asamblea y te diré qué tipo de asamblea tienes», «dime cómo cantas y te diré cómo crees» o «díme qué cantas y te diré qué crees». G. B. Montini, arzobispo de Milán, futuro Pablo VI, y hoy san Pablo VI, al comentar el trabajo pastoral de sus párrocos, un día exclamó: «Una parroquia que no canta, no canta en ningún sentido». O bien, dicho en clave más positiva: «Si un pueblo canta, nunca perderá la fe». Hablando al Sínodo menor de Milán (1959), al puntualizar los momentos esenciales del trabajo pastoral, dijo que era necesario «que el pueblo devoto de nuestras iglesias sea educado para el canto colectivo».
En la asamblea litúrgica nadie debe quedarse sin cantar; abstenerse del canto equivale a marginarse de la asamblea y romper la unidad de la misma. Ya que el canto aglutina y armoniza a los reunidos, el unísono de las voces es imagen y signo eficaz del unísono de los corazones; el canto crea fiesta, arropa la palabra de Dios y las palabras que el pueblo creyente dirige a Dios, crea comunión, confraternidad, reconciliación… nadie, por tanto, debe permanecer como un mudo espectador en la asamblea.
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Los cantos de la asamblea deben pertenecer a un lenguaje común y accesible a todos los que participan. El pueblo debe asumirlos y hacer de ellos su oración; deben ser practicables para la media de los fieles reunidos. Deben parecerles tan familiares que nadie se sienta extraño o excluido, por el canto, de la acción sagrada.
¿Sirve cualquier canto para la celebración? Evidentemente, no. Nos servirá el canto que esté al servicio de la acción ritual para vivirla y potenciarla, que esté al servicio de la asamblea celebrante, y no aquel que utilice la asamblea como plataforma para un determinado tipo de música, de repertorio, de lucimiento personal, de gustos o de preferencias musicales personalistas. No se trata tanto de que hagamos liturgias pomposas, ceremonias estéticamente bellísimas, sino más bien de orar, festejar la alegría de estar reunidos, de acoger en nosotros la Palabra que transforma, purifica, renueva, hace vivir y nos abre al Otro y a los hermanos.
Una bella celebración, en todos sus aspectos sin olvidar los cantos, es la mejor invitación a participar en ella. La Iglesia ha privilegiado siempre el canto porque está unido a la Palabra dándole la primacía al texto. Por tanto, es imprescindible que el canto y la música sirvan para expresar y confesar la fe de la Iglesia, que los cantos estén al servicio de la fe y de la celebración y que se tenga en cuenta que la celebración litúrgica es ante todo confesión y celebración de lo que la Iglesia cree.
Música sencilla y digna que contenga textos confesantes de la fe y no informantes de la fe. Dejemos atrás tantos cantos y estribillos que son más devocionales que litúrgicos, más individualistas que comunitarios, relatos y costumbres más bien en forma de slogan que de oración.
En la Eucaristía: «¡Cantad el cántico nuevo!, nada de viejos estribillos. Ruta nueva, Hombre nuevo, cántico nuevo!» (san Agustín, Enarr. In Ps LXVI,6); porque: «Nada hay más festivo y más grato en las celebraciones sagradas que una asamblea que, toda ella, expresa su fe y su piedad por el canto» (MS 16; SC 112).