«Mientras Jesús caminaba junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos –Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano– que estaban echando una red al lago, pues eran pescadores. Les dijo: “Veníos conmigo y os haré pescadores de hombres”. De inmediato dejando las redes le siguieron. Un trecho más adelante vio a otros dos hermanos –Santiago de Zebedeo y Juan, su hermano– en la barca con su padre Zebedeo, arreglando las redes. Los llamó, y ellos inmediatamente, dejando la barca y a su padre, le siguieron» (Mateo 4,18-22).
Los llamó…
Aunque vivamos en el desierto del materialismo y la increencia, «la Iglesia está llamada a ser servidora de un difícil diálogo…». Por consiguiente, llega a nuestros corazones una voz, una llamada, que nos reclama para dar testimonio, con nuestras obras, de los valores del Evangelio. Hay días en que Dios me habla a través de mis quehaceres ordinarios. Cómo puede Dios dirigirse a mí en el lenguaje de mi vida diaria.
Una llamada del Señor cambió la dirección de la vida de sus primeros discípulos, que dejaron todo y lo siguieron. También puede cambiar la dirección de tu vida.
En el medio de un día cualquiera, Jesús pasa, me ve, me escoge de entre la multitud, me habla y me invita a ser su discípula/o.
Resuena aún tu invitación
En nuestros oídos resuena aún tu invitación. Salid a los cruces y caminos del mundo e invitad a todos los que encontréis al banquete de la vida. Decidles que la entrada es gratis, que el banquete es gratis, que no hacen falta méritos, ni dinero ni tarjeta especial de invitación; decidles que la puerta está abierta para acoger a todos. «Y la sala se llenó de comensales». «Veníos conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,18-22). Invitad sí; no excluyáis a nadie.
La huella que dejaste, Peregrino del mundo, está fresca. Tu destino se pierde y me confunde, pero me ayuda a descubrir el mío.
Nuestros pasos se hunden en el pesado barro de la historia y con los tuyos se funden sintiéndonos contigo peregrinos.
Yo te seguiré, Señor, por los caminos del mundo, de este mundo tuyo y mío, hirviente de luchas y fatigas.
Vocación y misión
«Te haré pescador de hombres». La espiritualidad cristiana no es simplemente sobre «Jesús y yo», sino «Jesús, yo y aquellos a los cuales me envía». «No te ruego solo por ellos, sino por aquellos que creerán en mí a través de la palabra de ellos» (Jn 13, Oración sacerdotal de Jesús).
Cada uno de nosotros es un pescador, un testigo, un profeta, un evangelizador, un sanador, un comunicador de la buena nueva.
Los discípulos después de convivir un tiempo con Jesús, camino y verdad, vida y luz, y después de ver su acción sanadora, son llamados de nuevo para ser enviados, de dos en dos, para enseñar y sanar, para expulsar demonios y curar enfermos, es decir, para seguir haciendo lo que hizo su Maestro: acercarse a la gente sufriente que se encontraba en su camino, y es que no se entiende una vocación, una llamada del Señor, sin misión.
La misión que nos confía a los discípulos debe estar acreditada con el testimonio personal, la conducta y el modo de proceder: ir de dos en dos, no llevar alforja ni dinero ni dos túnicas o dos sandalias, es decir, ir a los pobres y desde la pobreza, aceptar la casa donde se les reciba y llevar la paz dondequiera que vayan.
No siempre la Iglesia con su personal evangelizador ha actuado así. Más bien han quedado desacreditados por sus formas de actuar.
Nos busca en nuestra propia orilla
Jesús proclama el Evangelio del Reino curando las enfermedades y dolencias del pueblo. Con la fuerza de su llamada y la fascinación de su persona («un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo») nos llama y nos invita a la misión y al seguimiento personal, «Venid conmigo. Seguidme». Pedro, Andrés, Santiago y Juan respondieron inmediatamente a Jesús. ¡Qué lentas son nuestras reacciones!, busco qué es lo que me sujeta y hablo con Jesús sobre mis asuntos.
Él nos busca en nuestra propia orilla y desde la situación concreta que tengamos («ellos estaban remendando las redes») y nos invita a dejar en la arena nuestra barca y pasar a su orilla para iniciar una nueva vida buscando otros mares:
Tú, has venido a la orilla / no has buscado ni a sabios ni a ricos.
Tan solo quieres que yo te siga. / Señor, me has mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi nombre, / en la arena he dejado mi barca, junto a ti, buscaré otro mar.