«Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: “Convertíos, porque está
cerca el reino de los cielos”» (Mt 4,17).
«Esto no puede seguir así…»
La reunión se adivinaba tensa y dura. Se adivinaba y así fue. A medida que iba avanzando el encuentro crecían las acusaciones y denuncias de unos contra otros… Al final, y tras una larga tormenta de voces y gestos poco comedidos, se alzó sancionadora la voz del presidente: «esto no puede seguir así…».
Esto no puede seguir así… Cuántas veces lo hemos oído e incluso lo hemos dicho: «esto no puede seguir así…», «esto tiene que cambiar…», «no podemos quedarnos como estamos», «yo mismo no puedo continuar como estoy…», «yo tengo que cambiar…».
Se trata, amigos lectores, de una confesión antropológica básica y fundamental: el cambio y la conversión pertenecen a la esencia misma del camino. Vivir es caminar, y caminar significa cambiar, vivir en conversión permanente. No es extraño que Jesús, nuestro Maestro y modelo de vida, comenzara su predicación con la invitación a la conversión: «… comenzó Jesús a predicar diciendo: convertíos…». De la misma Iglesia decimos que siempre ha de estar en reforma y conversión (Ecclesia semper reformanda). Y lo nuestro, lo de cada uno, es vivir en estado de conversión, de mejora y superación.
De la tierra de los cardos y los espinos a la tierra bien labrada
Aunque el campo de la conversión y el cambio es tan amplio como la vida misma, os propongo, amigos lectores, tres ámbitos concretos de conversión.
El primero sería pasar (convertirnos) de la tierra de las espinas y los cardos…, a una tierra limpia y buena, bien labrada, que acoge, guarda y hace germinar la semilla de la Palabra. Nos lo dice Jesús en el evangelio. Muchas veces, nuestro corazón, aunque cargado de buena voluntad y maravillosas intenciones, se parece a ese campo que está lleno de malas hierbas, de cardos y espinos, que terminan por sufocar la buena semilla de la palabra de Dios, de toda virtud.
Son cardos y malas hierbas nuestro afán desmedido de riquezas y poder, nuestras comodidades y rutinas apostólicas, nuestra engrosada y mortífera mundanidad, nuestro espíritu narcisista y egocéntrico. La conversión pide ir avanzando hacia una tierra buena y limpia, una tierra marcada por la pobreza de espíritu y el corazón abierto a la palabra de Dios de par en par; una tierra que se asemeje el estilo de ser y vivir de María que acogía, guardaba y meditaba todo lo que se decía de su Hijo.
De la tierra del desencanto a la tierra del entusiasmo
El segundo ámbito de conversión que os propongo lo podríamos formular así: pasar de la tierra de la nostalgia, la murmuración y el lamento (todos síntomas de acedia y desencanto), a la tierra del frescor, la ilusión y el entusiasmo renovadores.
Con frecuencia, y me refiero especialmente a los hombres y mujeres de Iglesia, andamos en la nostalgia, lo que fue y ya no es, que no nos lleva sino a la resignación paralizante en nuestra vida cristiana y apostólica; andamos también en la murmuración y la crítica, que todo lo destruye y rompe, fuera y dentro de la Iglesia, y andamos en el lamento, que todo lo tiñe y viste de pesimismo.
Es claro que, si andamos por esos derroteros, nos urge el cambio, la conversión más honda. Nos urge entrar en las sendas del entusiasmo y el gozo renovados, sembrar palabras que unan y lleven semillas de esperanza.
De la plaza del pueblo a la viña del Señor
Sería nuestro tercer ámbito de conversión. Pasar de la plaza a la viña. Según la parábola del evangelio en la plaza del pueblo había muchos parados y de brazos cruzados. Así pasaban el día y pasaban la vida. Y el propietario de una gran viña los fue invitando, a distintas horas, a trabajar: «id también vosotros a mi viña…».
De eso se trata. De no pasar la vida enterrando los talentos que Dios nos ha dado. Por el contrario, se trata de trabajar en la viña del Señor, que es tan grande como el mundo, desde el carisma y don que cada uno tengamos.