Los nuevos libros litúrgicos han redescubierto el valor esencial del silencio como momento estructural de la acción litúrgica.
«El silencio es “parte de la celebración” (OGMR 45), y, por tanto, de la misma “estructura2 de la liturgia cristiana».
Desde el punto de vista pastoral, conviene subrayar la oración «en silencio» del pueblo, «en pie», expresando «su súplica», para ayudar a todos aquellos que organizan la preparación de la Eucaristía de cada domingo.
«En la sociedad de nuestros días, crecida a la sombra del ruido y de las excesivas palabras, el silencio es buscado como una necesidad vital, y para descubrir su valor es necesario un aprendizaje. Nunca es tarde, y siempre es tiempo para aprender y dejarse educar por el silencio… Pero no confundamos el silencio con la mudez, porque no somos mudos ni estamos muertos. Y, sin embargo, el silencio es la primera condición que hemos de lograr para escuchar verdaderamente a una persona. Esa verdadera atmósfera que se crea, interior y exteriormente, para escuchar y comunicarnos. En ese momento es cuando cada uno aprecia verdaderamente el valor del silencio. No lo evita, no le da miedo, sino que lo necesita y se siente atraído por él. Es el tiempo en el que no queremos palabras de la calle, palabrería vacía, ni ruidos, charlas, sonidos, distracciones, sino que, lo que deseamos es concentrar nuestra mente y nuestro corazón, y también el cuerpo, toda la persona, uniéndonos a todos los que tenemos alrededor para estar en verdad ante el Otro con mayúscula, ante el Misterio, ante el Señor. Ésta es la razón fundamental por la que insisto tanto en el silencio, en un silencio personal y también comunitario».
Así iniciaba una carta dirigida a mis feligreses hace unos años, como preparación a la Semana Santa. Después continuaría profundizando en esta temática, pronunciando la lección inaugural del Curso 2014 en el Seminario de Jaén, sobre el Silencio en la Liturgia. Los dos próximos cuadernillos se proponen desarrollar esta temática en la celebración de la Eucaristía. En el primer cuadernillo trataremos del silencio en la Liturgia de la Palabra.
El silencio en la liturgia
También el silencio es «parte de la celebración» (OGMR 45), y, por tanto, de la misma «estructura» de la liturgia cristiana. Aunque su naturaleza dependerá «del momento en que se observa en cada celebración» (ibíd).
Los nuevos libros litúrgicos han redescubierto el valor esencial del silencio como momento estructural de la acción litúrgica, más aún, como condición espiritual para entrar en el misterio que se celebra y como momento privilegiado de la acción del Espíritu Santo.
Pero, para que el silencio sea fecundo, no puede convertirse en una mera pausa dentro de la celebración, sino que tiene que ser parte integrante y esencial de su realización, dando espacio a la presencia de Dios. En este mismo sentido, el silencio no será nunca un vacío o la ausencia de palabras, sino que se tratará siempre del lenguaje más puro para la acción de gracias. No se trata de introducir espacios de silencio sin más, ni de crear largos vacíos, sino de dar a la celebración un ritmo más sereno y contemplativo que nos permita a todos, al presidente y a los fieles, ir entrando en la celebración, asimilando cada uno de sus momentos.
Porque, la celebración litúrgica está hecha del ritmo, de la alternancia, entre la palabra y el silencio, el mismo ritmo en el que nos movemos los seres humanos. Pero no olvidemos que el lenguaje que usamos solo es posible a partir del silencio y la palabra. Nuestra participación plena en la celebración será siempre a través del silencio.
Nos adentramos en la celebración de la Eucaristía comentando los momentos y tipos de silencio señalados por el misal, aunque sin descuidar otros que también reclaman la presencia y acción del Espíritu Santo en nuestro interior.
Los momentos previos a la celebración
No acudiendo a última hora, sino procurando llegar con tiempo suficiente para calmarnos y hacer silencio. Esos pocos minutos son muy importantes para que todos tomemos conciencia de lo que vamos a celebrar, creándose en el templo y en la sacristía, el clima necesario, como lugares que están pidiendo la oración y el silencio.
La puntualidad, por parte del ministro y de los fieles, será el mejor aliado para crear ese clima necesario de silencio antes de iniciarse la celebración.
La celebración de la Eucaristía
Los ritos iniciales
Los ritos iniciales de la celebración eucarística forman una secuencia ritual hecha del ritmo, de la alternancia, entre el canto, el gesto, la palabra y el silencio.
En el acto penitencial
En el acto penitencial, después de la invitación, se recuerda que sigue «una breve “pausa” de silencio» (OGMR 51). Este silencio ayuda al recogimiento, un tiempo breve pero suficiente, para ponerse en la presencia del Señor, para pedirle perdón (singuli ad seipsos convertuntur), para entrar en la celebración.
En la oración colecta
La monición «oremos», a pesar de ser importante, pasa desapercibida. Es un momento en el que todos, el presidente y todo el resto de la asamblea, se unen en estos instantes «para hacerse conscientes de que están en la presencia de Dios» (OGMR 54).
En la Liturgia de la Palabra
Durante la Liturgia de la Palabra, se prolonga aquel diálogo de la revelación donde Dios habla a su pueblo y el pueblo lo escucha. La pedagogía de Dios en la Antigua y Nueva alianza, en el Antiguo y Nuevo testamento, se prolonga en la celebración litúrgica de la Iglesia.
Pero, para conseguir un auténtico diálogo es necesario el equilibrio, la alternancia, la integración y la relación entre el silencio y la palabra. Por eso, «es necesario crear un ambiente propicio, casi una especie de “ecosistema” que sepa equilibrar silencio, palabra, imágenes y sonidos».
Un diálogo a través de acciones y palabras, basado en la palabra concreta de las Sagradas Escrituras. Por eso, la celebración de la Palabra es el «lugar» del encuentro, del diálogo y la comunicación entre Dios y el hombre, entre Cristo y la comunidad, la Iglesia. Dios habla, sigue hablando, y el pueblo responde a Dios con el canto, la oración y el silencio (cf. SC 56).
Precisamente para ayudar a que ese encuentro y diálogo se realice, es por eso que «la Liturgia de la Palabra se debe celebrar de tal manera que favorezca la meditación» (OGMR 56).
Es el Espíritu el que hace que «se saboree la Palabra de Dios en los corazones y, por la oración, se prepare la respuesta» (ibíd).
El Espíritu Santo es el «pedagogo» de la fe, el artífice de las «obras maestras de Dios» (CIC 1091). Es el que prepara a recibir a Cristo, el que recuerda y actualiza su misterio de salvación.
Es el Espíritu Santo «quien da a los lectores y a los oyentes, según la disposición de sus corazones, la inteligencia espiritual de la Palabra de Dios» (CIC 1101). Nuestra participación en la celebración solo es posible por una intervención especialísima del Espíritu Santo.
De ahí la importancia y la conveniencia de que, durante la Liturgia de la Palabra, “haya breves momentos de silencio, acomodados a la asamblea reunida” (OGMR 56).
Pero, ¿cuáles son los principales momentos de silencio que nos recomienda el Misal Romano en la Liturgia de la Palabra? Según la oportunidad: “antes de que se inicie la misma Liturgia de la Palabra, después de la primera lectura, de la segunda y, finalmente, una vez terminada la homilía” (OLM 28).
Antes de que se inicie la Liturgia de la Palabra
Una vez concluida la oración colecta, toda la asamblea se sienta y se dispone a la escucha de la Palabra. La primera actitud de fe en la presencia del Señor es saber escuchar: «escucha, Israel» (Dt 6,4). Se trata de «una audición acompañada de fe… con una veneración interior y exterior» (OLM 45; OGMR 29).
En estos momentos previos a las lecturas, el silencio tiene como finalidad acoger la Palabra de Dios, porque «solo en él la Palabra puede encontrar morada en nosotros» (VD 66). Se trata de un silencio de preparación y de recepción, creando una atmósfera de serenidad y de calma. Pero, para escuchar se necesita callar, porque la Palabra siempre brota del silencio. No es lo mismo oír que escuchar. La mayoría de las veces oímos sin escuchar; oímos, pero no escuchamos. Escuchar es una actitud activa. Es atender. No es meramente la percepción de sonidos. Es dirigir nuestros pensamientos hacia la Palabra. Es el momento en el que disponemos nuestro interior para participar por la escucha, mediante el silencio, en ese diálogo entre Dios y nosotros su pueblo. Porque la verdadera comunidad es la que sabe escuchar. En la liturgia, unas veces por los fallos del lector (de los ministros o simplemente de la acústica o mala megafonía), otras por los defectos del que escucha –fieles o ministros- (rutina, distracción o despiste), se oyen palabras que nunca llegan a escucharse, con reposo, porque falta el silencio necesario para una verdadera comunicación.
No es el silencio del que no quiere hacer nada, ni cantar, y se refugia en sí mismo, sino del que está atento y se dispone para la escucha, para abrir su corazón a Dios.
El lector nunca debería comenzar la lectura hasta que no se haya creado ese espacio de silencio necesario.
Después de la primera y de la segunda lectura
El silencio después de la escucha de la Palabra, es porque ella nos sigue hablando todavía, porque sigue «resonando» en nuestros corazones, porque está habitando, porque quiere poner su morada entre nosotros. Esta resonancia de la voz del Espíritu es posible en la oración, porque escuchar en silencio la Palabra es ya orar.
Durante el salmo responsorial
También cuando cantamos el salmo responsorial, el silencio interior nos «acompaña»,
para que aquello que pronuncian nuestros labios, la Palabra de Dios, la hagamos nuestra, la acojamos, brotando de nuestro interior de creyentes, mediante el canto, la alabanza y la súplica (cf. OGMR 55). Ya el mismo canto del salmo nos ayuda a su asimilación meditativa, pero siempre que el texto se acompañe con melodías que permitan el clima de contemplación y meditación.
En la escritura musical, el silencio se escribe, es figura, y cada nota figurada posee su correspondiente figura silenciosa; la figura de pausa es la que mide el silencio.
Del presidente de la celebración y de toda la asamblea
Durante las lecturas es necesario destacar también el silencio, en particular del presidente de la celebración, de los ministros y del resto de los fieles. Especialmente del presidente, que ha de ser el primer oyente de la Palabra (cf OLM 38), y también el primero en estar lleno del silencio, para poder así iniciar a los participantes en la escucha.
El presidente de la celebración, estando sentado, escuchando y dirigiendo su mirada hacia el ambón desde donde se proclama la Palabra, necesita del silencio.
No se entretiene buscando papeles en el libro de la sede o repartiendo encargos a sus ayudantes hasta última hora, sino que siente la necesidad de escuchar la Palabra que viene del Padre, desde abajo, con toda humildad. Con la misma actitud de fe del joven Samuel: «habla, Señor, que tu siervo escucha» (1Sam 3,10). Por eso, antes de subir al ambón, para la proclamación del evangelio (y para la homilía), vuelto hacia el altar e inclinado profundamente, pide en silencio al Señor que purifique su corazón y sus labios, como hizo con el profeta Isaías (cf Is 6, 7). Se trata del momento cumbre de la Liturgia de la Palabra, con la asistencia del Espíritu Santo que la acompaña siempre, precedido de esos breves momentos de oración silenciosa. Y después de la lectura evangélica, también en silencio, pide que esas mismas palabras borren sus pecados.
Son momentos de preparación en los que se equilibran el silencio, la palabra interior, el gesto, la imagen y el canto. Un momento contemplativo, festivo, no apresurado, a la vista de toda la asamblea, donde los fieles participan, casi con todos los sentidos, por la vista, el olfato (si se usa incienso), el oído (por la escucha), el canto, la aclamación y, sobre todo, por el silencio.
Durante y una vez terminada la homilía
También la homilía tiene como misión dejar resonar sobre el lector y la comunidad la voz de la Palabra.
Son momentos para abrirse al Espíritu Santo, para serle dóciles, con la misión concreta de que el alimento de la Palabra proclamada y explicada en la homilía, vaya germinando en nuestra alma y no se pierda apenas plantada (cf Mt 13, 2 ss.; Mc 4, 1 ss.; Lc 8, 4 ss.).
En la oración universal
Más que nunca se recomienda orar en silencio en la oración universal o de los fieles: «El pueblo, permaneciendo en pie, expresa su súplica bien con la invocación común después de la proclamación, o bien rezando en silencio» (OGMR 71). Aquí se trata de un silencio impetratorio («con ruegos»), donde el pueblo pide por todas las necesidades de la Iglesia, del mundo y de los hombres. «No se trata de hacer una parada entre las intenciones, sino un instante de “inspiración” (unos segundos bastan)».
Desde el punto de vista pastoral, conviene subrayar la oración «en silencio» del pueblo, «en pie», expresando «su súplica», para ayudar a todos aquellos que organizan la preparación de la Eucaristía de cada domingo, que aún continúan pensando que «participar» es sinónimo de «intervenir», asignando cuantas más intenciones mejor, por ejemplo en las Misas de Primera Comunión, cuando la participación plena, en esos instantes o segundos de «inspiración», es precisamente la «invocación común» en silencio de toda la asamblea, y no las intenciones proclamadas. Conviene señalar que lo importante es la invocación común (Te rogamos, óyenos) y esos segundos de silencio.